Estoy ocupado escribiendo sobre la ética del mal, un documento en desarrollo que desenmascara el mal del regimen en sus narrativas, pero que ilustra nuestro papel como creyentes y líderes espirituales frente a esta mal llamada "revolución". Una revolución que, al haber perdido el apoyo popular, se ha dedicado a establecer una hegemonía sobre la disidencia. No es que antes no existiera, pero ha profundizado su maquinaria opresiva contra aquellos ciudadanos que no se adaptan ni comparten su mentira.
Dentro de mi propuesta, he considerado compartir tres elementos clave, dos de los cuales fueron publicados en mi post anterior:¿Cómo orar por paz en tiempos de Navidad y bajo un régimen totalitario? Ahora estoy presentando este tercer elemento como parte de mi análisis y reflexión. Porque si vamos a etiquetar al mal en su forma original, si vamos a desenmascararlo, debemos llamar las cosas por su nombre. Pero también debemos limpiar la casa, y eso comienza por nosotros: los herederos de una fe tan grande y maravillosa que, sin embargo, muchas veces preferimos encerrar en una burbuja.
En nuestro papel como denunciantes del pecado, debemos actuar como profetas, denunciando con claridad la maldad de este régimen en Venezuela. Un régimen que, a todas luces, es ilegítimo. A todas luces, es un imperio de terror y horror para una población que clama por los beneficios de una verdadera democracia: una democracia que respete las libertades individuales y permita el funcionamiento pleno de un aparato productivo que beneficie al país en su máximo potencial.
Aquí comparto mis esbozos:
Tercero. En este análisis, mi posición con relación al mal institucional, que se manifiesta de manera generalizada por medio de una doctrina dura de reeducación que fomenta un tipo de persona silenciosa y tolerante con la mediocridad —avalada por leyes supuestamente para el “bien común”, pero que ocultan mecanismos de control arbitrarios—, es crucial para la denuncia y transformación. Este mal se entreteje con un lenguaje inclusivo que sataniza toda resistencia activa y ataca a aquellos que intentan denunciar sus prácticas corruptas.
En este escenario oscuro, la verdad y el verdadero bien común representado en el evangelio de Jesucristo se alzan como estandartes de esperanza. La apologética, en momentos como este, se convierte en una herramienta determinante al desenmascarar los mecanismos insidiosos de estas doctrinas arbitrarias y totalitarias. Por su parte, el púlpito debe ser la voz profética que denuncia el pecado, mientras que la lógica elemental y la sabiduría de la verdad se reflejan no solo en palabras, sino en la manera en que vivimos, nos movemos y existimos dentro y fuera de las paredes de la iglesia. Cuanto más profundizamos en la verdad absoluta de Dios, más expuestos estamos a las maneras insidiosas en que el pecado nos atormenta y seduce hacia un doble discurso, el cual debe ser eliminado si queremos ser una voz fuerte y firme en este tiempo para esta generación.
La vida pura de la iglesia
La vida pura de la iglesia debe ser visible en sus miembros. Si estos no viven de acuerdo con las prácticas de santidad, el mensaje será como una pelota de goma que rebota dentro de las cuatro paredes sin trascender más allá de la puerta misma. Por ello, debemos limpiar la casa. Este principio encuentra su fundamento en el relato de Jesús entrando al templo en Juan 2:13-17, durante la Pascua, un tiempo en que los corazones deberían elevarse en adoración, rememorando la liberación que Dios concedió a Israel. Sin embargo, lo que encuentra es ruido, caos, y un mercado desbordante. Su mirada se endurece al observar a los cambistas manipulando monedas, comerciando animales indignos para el sacrificio, explotando el anhelo espiritual de los peregrinos. El templo, ha sido reducido a un vulgar mercado. Las mesas se vuelcan, y las monedas caen como una tormenta metálica al suelo. Los animales, asustados, corren en todas direcciones, mientras los mercaderes gritan en vano, incapaces de detener el movimiento profético de Jesús y declara: “¡Saquen esto de aquí! ¡No hagan de la casa de mi Padre una casa de comercio!” (Juan 2:16 RV1960).
Este acto no es meramente una limpieza física, sino una declaración sobre lo que debe ser el templo: un lugar consagrado para la presencia de Dios, la oración y la comunión, no para el comercio ni la corrupción (Isaías 56:7 RV1960). Más allá de denunciar la codicia económica, Jesús expone la idolatría del sistema religioso y anuncia un nuevo templo: Él mismo, quien sería destruido y resucitaría en tres días (Juan 2:19-21 RV1960).
Limpieza y renovación personal
Hoy, los templos somos nosotros (1 Corintios 6:19RV1960). Este simbolismo nos lleva a reflexionar: ¿Qué mesas hemos permitido en nuestros corazones? ¿Qué rincones de desidia y complacencia necesitan ser confrontados y limpiados? Para mantener en orden los medios y fines del bien común, basados en el sacrificio de quienes son llamados al ministerio, es necesario que líderes espirituales vivan en modestia y misericordia, como ejemplos accesibles y transparentes. La iglesia debe ser una referencia moral de sus miembros. La denuncia comienza con una autoevaluación honesta de nuestras propias fallas.
La toalla y el lebrillo
Jesús nos da un paradigma de liderazgo cuando lava los pies de sus discípulos (Juan 13:1-17RV1960). Si bien la Iglesia es una entidad corporativa, un cuerpo vivo que se mueve en la dimensión de la gracia, nuestro modelo sigue siendo la toalla y el lebrillo. Aquella escena surgió en un día común y corriente, mientras todos se preparaban para la cena en conmemoración de sus costumbres. Era un día ordinario, en el transitar de las calles, hebras de paja y excremento que se mezclaban con el polvo del camino y las sandalias. El aire estaba impregnado de olores: sudor, humo de leña y especias que anunciaban los preparativos de las comidas.
Entre el bullicio, los discípulos se abrían paso hacia la cena, enfrascados en discusiones y pensamientos de quien sería el mayor, con los pies agrietados y manchados por el barro acumulado en los senderos. En medio de esa rutina cotidiana, nadie esperaba lo extraordinario. Cerca de la entrada, un pequeño lebrillo con agua limpia —aparentemente como adorno— descansaba sin el esclavo que normalmente lo utilizaría para lavar los pies de los asistentes. A un lado, una toalla de lino modesto aguardaba sin propósito aparente.
Fue entonces cuando, tras la inusual solicitud de una madre preocupada por el futuro de sus hijos, Jesús rompió con lo inesperado. Tomó el lebrillo y la toalla, se inclinó, y sin hacer ruido, desató las sandalias de quien estaba primero. Con cuidado, sumergió sus pies cansados en el agua fresca. En un instante, el agua cristalina se tiñó de un marrón opaco, mezclándose con polvo, vetas de hierba y diminutas piedras, reflejo del tránsito diario entre animales y personas. Sin embargo, Jesús no se detuvo.
Con gestos suaves, lavó cada pie, enjuagándolos varias veces, atendiendo cada grieta, callo y magulladura con paciencia y ternura. Al terminar, envolvió las plantas y los tobillos en la toalla con una delicadeza casi maternal, secándolos uno a uno. Aquella acción, sencilla pero profundamente significativa, reveló la grandeza de un servicio que transforma lo común en santo y lo humilde en eterno. Este gesto redefine el liderazgo espiritual: no es un monumento al prestigio corporativo, sino una manifestación de humildad y servicio. En la aparente insignificancia de arrodillarse frente a pies sucios, se hace palpable la santidad y el bien común.
Así también, la iglesia está llamada a ser una entidad corporativa bajo los estándares de la gracia de un cuerpo en servicio activo y humilde, donde la gracia transforma la suciedad de los transitares de la vida en limpieza y esperanza. Los líderes espirituales deben seguir este modelo, viviendo entre las ovejas oliendo a ovejas, en el mismo roce de lo cotidiano, trabajando con ellas y siendo un testimonio visible del evangelio. Este es el tipo de liderazgo que demanda el ministerio, la nación y el país.
Liderazgo íntegro
No podemos permitir en nuestras filas a pastores que han subido al autobús del ministerio con doble moral: consejeros de mujeres vulnerables que, cargadas de pecado, terminan enredándose en sábanas durante la consejería; hombres de fe que se entregan a delirios de frenesí en sus mentes, alimentados por su pecado. Aunque estas faltas no siempre son evidentes al inicio, tarde o temprano salen a la luz. Así surgen casos de pastores acusados de abuso sexual, lesbianismo y homosexualismo.
El tema del divorcio, por su parte, plantea un desafío considerable para muchos “llamados” debido a los requisitos y valores que la pastoral demanda. Sin embargo, no es un obstáculo insalvable si se discierne cada situación con sinceridad y se verifica un proceso genuino de sanidad espiritual en su peregrinaje y una vez allí se mantiene firme. Ahora bien, si después de haber probado los deleites del reino venidero, vuelve atrás, solo queda “una horrenda expectación de juicio, y de hervor de fuego que ha de devorar a los adversarios." (Hebreos 10:26-27, RVR1960). Quiero arriesgarme a aplicar este texto al contexto pastoral en segundas y terceras nupcias: ¿cómo puede un “llamado”, un pastor en integro servicio, después de disfrutar la gloria y el privilegio de este ministerio, caer en los placeres momentáneos del pecado y pretender volver? No soy quién para juzgar, pero hay una acción voluntaria que el candidato debe considerar seriamente, pues desandar ese camino no es tarea sencilla. Cada caso, sin duda, debe valorarse según su naturaleza y circunstancias particulares. Pero ser reincidente una y otra vez siendo participe del divino ministerio es peligroso, incluso demasiado arriesgado vivir en los términos de pecados flagrantes estando dentro del ministerio, tal vez para algun lector no hay lio, pero en mi teología, si los hay, y todo el peso de las escrituras están sobre todo pastor que dentro del ministerio viva una conducta oculta de pecado y reincida una y otra vez. Aunque difíciles estos temas deben ser tratados con discernimiento y verdad, asegurando que los líderes sean ejemplos de integridad. La iglesia debe ser un lugar de restauración y transformación, pero no a expensas de su santidad.
Oración y acción
Siguiendo las exhortaciones de Pablo en 1 Timoteo 2:1-2, debemos orar por los gobernantes, no con una sumisión ciega, sino intercediendo por justicia y orden, mientras denunciamos el pecado institucional. Este equilibrio entre oración y acción refleja una espiritualidad activa que desafía las estructuras de opresión. Juan Calvino enfatizaba la necesidad de orar para que Dios conduzca los corazones de los gobernantes hacia la justicia, mientras que Martín Lutero subrayaba la obediencia a Cristo como suprema, incluso sobre las normas humanas.
Revolución de la gracia
La transformación que Cristo nos invita a vivir comienza simultáneamente en nuestros corazones y en nuestro testimonio hacia el mundo. No podemos señalar los excesos del sistema sin, al mismo tiempo, purificar nuestra propia casa. La iglesia está llamada a ser garante de la verdad y el bien común, una comunidad que encarne una fe viva, capaz de desafiar la inmoralidad con santidad y un coraje firme.
Al denunciar problemas como el lenguaje inclusivo o cualquier otra manifestación cultural populista, no basta con palabras; estas críticas deben ir acompañadas de acciones contundentes y coherentes, motivadas por una determinación férrea de atender a los más vulnerables. Este compromiso debe evidenciarse en vidas transformadas por el Evangelio, donde el testimonio de su poder renovador sea visible tanto en lo personal como en lo colectivo.
Así, la apologética mostrará su verdadera fuerza, y la autoridad moral de la iglesia será incuestionable, no por su crítica al mundo, sino por su reflejo fiel de la gracia y la justicia de Dios en acción.
El marco ético propuesto en este libro no aboga por la violencia, sino por una resistencia espiritual y moral, basada en las armas de nuestra milicia, que son espirituales y no carnales (2 Corintios 10:4 RV1960). La iglesia debe recuperar su llamado profético, al igual que Juan el Bautista, quien no temió denunciar el pecado, aun cuando ello le costó la cabeza (Mc 6, 17-29RV1960).
Como alguien que ha vivido en carne propia la persecución y la violencia emocional de un régimen totalitario, esta obra también es un testimonio fehaciente de resistencia. Es el grito de un exiliado que anhela regresar a su tierra para verla libre y justa. Es una propuesta para redescubrir el papel de la iglesia como una fuerza de transformación moral y espiritual en medio de regímenes que pretenden esclavizar no solo los cuerpos, sino también las almas.
Venezuela, una nación rica en recursos y cultura, ha sido llevada al abismo por el abuso de poder y las narrativas marxistas que justifican el control mediante la opresión.[1] Sin embargo, la resistencia ética y espiritual es una de las fuerzas más poderosas contra la oscuridad del totalitarismo[2]. Incluso en las circunstancias más opresivas, la fe puede iluminar el camino hacia la libertad y la dignidad humana[3]. Este libro es un clamor por la libertad, la justicia y la dignidad de una nación que pertenece, por derecho, a su gente y a Dios.
"El mal no se combate con indiferencia ni con armas humanas, sino con el poder de la verdad y la justicia, que son las únicas capaces de derribar fortalezas corruptas."
Su servidor: Danilo Carrillo
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[1] Karl Marx y Friedrich Engels, El Manifiesto Comunista (Madrid: Akal, 2004), p. 143.
[2] Dietrich Bonhoeffer, Resistencia y Sumisión (Salamanca: Sígueme, 2009), p. 67.
[3] Dietrich Bonhoeffer, Resistencia y Sumisión (Salamanca: Sígueme, 2009), p. 89
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